LA REINA
Hace varios años hubo una larga sequía. Mi esposa y yo
habitamos una casa al pie de las montañas, para esa fecha cubiertas con un
verde pálido y seco por la falta de humedad.
Ese día, que
ahora viene a mi memoria, iba yo a la ducha. Entonces oí un zumbido; me quedé
inmóvil, sabía que en algún lugar del baño estaba una avispa. Giré despacio la
cabeza y la vi, a mi izquierda, era enorme, tal vez unos cuatro centímetros de
largo, de color amarillo, manchado de negro como un tigre, revoloteando en el
lado interior de la ventana abierta y su enorme aguijón atraía mí vista como el
colmillo de una serpiente venenosa. No sé porqué miré a la derecha y vi una
brillante gota de agua, cristalina como una joya, temblando en la punta de la
llave del lavamanos. Retrocedí despacio, me quedé en la puerta y grité para que
mi esposa oyera.
—Tráeme el insecticida, hay una “mata
caballos” en la casa.
Yo sabía que las avispas tienen muy buena
visión diurna y con seguridad me estaba observando. Entonces voló despacio
hacia el lavamanos, dio varias vueltas y de repente, como un acróbata, giró y
se posó cabeza abajo en la punta de la llave de agua. La gota había
desaparecido, entonces el pequeño animal metió la mitad de su cuerpo en el
tubo, para alcanzar la humedad en su interior y allí quedó casi inmóvil,
moviendo con lentitud su abultado abdomen amarillo y negro.
Sentí a mi esposa colocando el pote de
insecticida en mi mano, puesto que no sabía dónde estaba el peligroso insecto.
No sé de dónde me surgieron las siguientes
palabras, las dije sin pensar, en voz baja, como si estuviera en una iglesia.
—Es una reina, necesita agua para
construir un nido para los hijos que espera.
Entonces ella retiró el insecticida de mi
mano y nos quedamos mirando la avispa. El pequeño animal estaba arriesgando la
vida por el agua para su descendencia.
Esa mañana habíamos recibido una llamada
telefónica de larga distancia, que nos alegró mucho, pero al mismo tiempo nos hacía
pensar en el desconocido futuro. Había sido nuestra hija, quien nos anunciaba,
desde un país lejano al otro lado del mundo, que esperaba nuestro primer nieto.
El zumbido se repitió con fuerza, cuando
el insecto voló despacio, dando giros cerca del techo, como observándonos, y
después partió por la ventana. La seguimos con la mirada, volaba casi a ras del
suelo reseco, hasta que se perdió en la distancia, en dirección a los árboles
de mango que sobresalían por encima de un muro.
—Volverá —dije a mi esposa—, las avispas
construyen con barro. ¿Qué hacemos? ¿Cierro la ventana? ¿Aprieto la llave del
lavamanos?
—Cierra la puerta del baño. Te bañas
después.
Y así fue, desde el exterior de la casa la
vimos entrar y salir muchas veces; al mediodía ya no volvió. Miré al cielo,
había bandadas de pájaros revoloteando y deduje que ésa era la razón por la que
volaba tan bajo sobre el descampado.
A la mañana siguiente, cuando entré al
baño, allí estaba la avispa, revoloteando en la ventana, pero el tubo del
lavamanos estaba seco. Entonces caminé con lentitud, apenas lo abrí para que
goteara y retrocedí. Ella repitió los giros y de nuevo penetró en la boca de la
llave. Esta vez no cerramos la puerta, desde afuera la vimos tomar agua muchas
veces, como si estuviéramos asistiendo a una ceremonia sagrada.
Una mañana, cuando los pájaros estaban muy
activos, no llegó a la hora de siempre, entonces procedí a cepillarme los
dientes. De repente, por el reflejo del espejo, la descubrí parada sobre la
cortina de la ducha. Ahora estoy seguro que esperaba su turno, porque aquello
se repitió incluso con mi esposa, durante varias semanas. Ambos le teníamos
mucho miedo, pero no queríamos matarla, esa idea nos parecía un crimen horrible.
Los años pasaron. Ahora, en su país,
nuestro nieto va a la escuela y nos hemos visitado unas cuantas veces. El día
de su más reciente cumpleaños, caminaba yo por el ahora frondoso bosque de
mangos, un zumbido sonó cerca de mi oreja y me preparé para correr, pero el
ruido desapareció. Vi una avispa enorme, girando por encima de mí. La seguí con
la mirada mientras subía más y más, hasta llegar a un nido más grande que un
balón de fútbol, bien oculto entre las ramas.
—Es imposible —me dije—, no puede ser la
misma.
Al regresar a casa se lo conté a mi
esposa.
—Tal vez no sea la misma, pero sí una de
sus nietas. Por eso no te picó, sólo quería darte las gracias.
Ambos reímos por su ocurrencia, en el
fondo convencidos de la certeza de sus palabras.